jueves, 22 de diciembre de 2011

Cuando era libre.

Cuando era libre miraba a la gente con desprecio. Solía sentarme en algún escalón frente a la puerta de una casa, en la calle, para mirarles pasar. Mi familia, aparte de una grandísima mierda, había sido pobre como las ratas, así que miraba con especial asco a las personas que iban bien vestiditas, arrebujadas en sus abrigos caros en invierno, luciendo sus borsalinos de Jason Mraz - fingiendo ser hippies, o indies, no lo sé - en verano. Daba igual la época del año que fuese; yo siempre llevaba mis vaqueros, mis botas y mi camisa de cuadros.

Cuando empecé a tocar música con mi grupo, la cosa cambió un poco; después de algunos conciertos gratuitos que hicimos porque nos dio la gana, comenzamos a ganar dinero. Sin embargo, cuando me sentaba en aquellos escalones, seguía viendo el mundo igual; gente vacía, sin mundo interior, que iba de un lado para otro gastando su dinero en cosas, cosas y más cosas. Yo no necesitaba más cosas que mi guitarra y un par de mudas de ropa interior. Y mi harmónica, por supuesto. Por lo demás, era totalmente libre; libre de los objetos que podrían atarme a algún lugar, a alguna costumbre, a cualquier cosa.

Recuerdo bien la última vez que me senté en uno de esos escalones. Era invierno y me estaba helando el culo, pero me daba igual, porque aquel pasatiempo me entretenía. Estaba con mi mejor amigo, pero no hablábamos más que para pedirnos otro cigarrillo, un mechero, o un sorbo de petaca. Así funcionaba nuestra amistad la mayoría de las veces. Fue el mejor amigo que tuve nunca.

Recuerdo que cuando él por fin habló ya era tarde, y teníamos que marcharnos a dar un concierto con los demás miembros del grupo. Yo estaba cansado, pero no me importaba tener que trabajar; no consideraba a tocar música "trabajo". Lo consideraba necesario como alimentarme.

Iba a decirle a mi amigo que teníamos que marcharnos, cuando él alzó la voz.

- Ojalá el mundo acabase esta noche.

Le miré. Sabía que él era muy pesimista, que odiaba a la humanidad casi tanto como yo, y que había bebido casi la mitad de mi petaca de whiskey, pero, aún así, su comentario me desconcertó.

- ¿Por qué dices eso? - pregunté.

- Porque, entonces, toda esta gente dspertaría de su mundo de colores, ilusión y papel de celofán, y, por fin, se darían cuenta...

Se detuvo, con los brazos en alto, como intentando abarcar el mundo entero. Enarqué una ceja.

- ¿Se darían cuenta de qué?

Él bajó los brazos, despacio. Alzó la cabeza hacia mí y me miró, sonriendo.

- No lo sé. Supongo que también yo tendré que despertar.

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